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jueves, 20 de septiembre de 2012

Salvados por los pelos

Vestidos como monjes en busca de los escritos sagrados budistas, el mono protagonista de este relato y su insólito grupo de compañeros se enfrentaron a un gran número de dificultades. Una de las que requirió un ingenio especial fue atravesar una región que odiaba a los sacerdotes.

La novela El viaje al oeste es una de las obras clásicas más peculiares del mundo. Escrita en el siglo XVI, tomó prestado el título y el punto de partida de una ­obra que apareció casi mil años antes y que describía el viaje del monje Xuanzang a la India en busca de los escritos sagrados budistas.
La versión del siglo XVI convierte las aventuras de Xuan­zang en una fantasía muy cómica. A largo de sus páginas, el monje cuenta con un insólito trío de seguidores: un mono dota­do de poderes sobrenaturales, un ser híbrido con cuerpo de hom­bre y el rostro de un cerdo y un oficial covertido en un forajido. Todos ellos van vestidos con los hábitos budistas con la esperanza de salvarse de sus pecados y prestan su ayuda a Xuanzang.
Por el camino, los cuatro tienen que enfrentarse a nu­merosos de-safíos, como atravesar una tierra cuyos pobladores asesinan a cuan-tos sacerdotes encuentran a su paso. El grupo se despoja entonces de sus atuendos de monjes y pasa su primera noche más allá de la frontera en el interior de un ropero en una posada del camino, pero unos ladrones roban el ropero y lo abandonan al encontrarlos la policía.
La situación de los viajeros se vuelve realmente deses­perada, conscientes de que sus tonsuras sacerdotales los trai­cionarán cuando los encuentren al día siguiente. Sin embargo, el mono idea a toda prisa una solución y, mediante sus poderes mágicos, crea mil monos a su imagen y semejanza y les entrega a cada uno una navaja para que afeiten las cabezas de todos los habitantes más importantes mientras duermen. En una tierra de hombres calvos, las cabezas sin cabello de los peregrinos pasaron desapercibidas.

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Pangu crea a los primeros humanos

Numerosos relatos atribuyen a la diosa madre Nüwa la creación de los primeros seres humanos. Sin embargo, según una versión alternativa de los primeros tiempos, fue Pangu quien los creó a partir de arcilla después de haber separado el cielo de la tierra.

Antes de que el universo fuese creado, existía un huevo gigante, de cuyo corazón nació Pangu, el creador. Cuando despertó, abrió el huevo por la mitad y esparció por el espacio los elementos de la creación. Las partes más ligeras y puras, o yang, volaron hacia arriba y se convirtieron en el cielo, mientras que las más pesadas, o yin, se hundieron hasta tomar la forma de la Tierra. En un primer momento, ambas partes se unieron, pero Pangu las desplazó hasta que se separaron.
Más tarde, creó a las plantas y a los animales, pero no quedó satisfecho de su obra, dado que ninguno de los seres creados disponía del poder de la razón. Así pues, decidió que debía existir una criatura con la habilidad de cuidar y sacar par­tido de los otros seres vivos.
Con sus manos fuertes y habilidosas, comenzó a moldear a los primeros seres humanos a partir de arcilla y, una vez que terminó, esperó a que se secaran al sol. A algunas de las criaturas las dotó de las cualidades femeninas del yin y les dio forma de mujer, mientras que a otras las dotó de las cualidades masculinas del yang y las convirtió en hombres. Trabajó todo el día bajo un ardiente sol, apilando a sus seres recién creados contra un arrecife.
Cuando se puso el sol, enderezó su dolorida espalda y le­vantó su mirada hacia el cielo, donde vio un banco de oscuros nubarrones de tormenta. Algunas de las figuras de barro no se habían secado aún, y cayó en la cuenta de que su obra desapare­cería si se desataba una tormenta sobre sus creaciones, así que se apresuró para protegerlas en una cueva cercana. Pero mientras lo hacía se formó un enorme viento que agitó las nubes hasta llenar el cielo. Pangu gritó angustiado mientras los truenos ru­gían ensordecedores y la lluvia caía, pues no había terminado de colocar las figuras a salvo. Las que sufrieron daños fueron los an­tepasados de las personas con deformidades o discapacidades.

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La muerte de yi

El arquero divino Yi logró procurarse un elixir mágico que podía restaurar su perdida inmortalidad. Sin embargo, su esposa se bebió la poción sin darse cuenta y el gran arquero cayó presa de los celos de un humano rival con el que había elegido entablar amistad.

La habilidad de Feng Meng con el arco sólo era supe­rada por la del propio Yi. Éste hizo todo lo posible por animar al joven cazador, enseñándole los aspec­tos más importantes del arte de un arquero, como, por ejemplo, no pestañear mientras se apunta o cómo visuali­zar pequenos objetos como si de gran tamano se tratasen.
Muy pronto, Feng Meng comenzó a considerarse rival incluso de su propio maestro, hasta que un día lo retó a ver quién de los dos conseguía abatir a un mayor número de gan­sos que volaban alto en el cielo. En un instante, había abatido a tres de las aves, pero antes de que Yi pudiese desenfundar su arco, el resto de la bandada se había diseminado por los cielos, con lo que se convirtió en un blanco impo­sible. Pero incluso así, Yi abatió a oto trío, hazaña que convenció a Feng Meng de que nunca conseguiría superarlo.
En su amargura, el cazador planeó asesinar a su maestro, consciente de que ahora era tan mortal como cualquier otro hombre, así que se refugió en el bosque y le preparó una emboscada. Sin embargo, cada vez que lanzaba una flecha al aire, Yi con­traatacaba con otra que alcanzaba el asta a mitad del vuelo. Frustrado, el asesino re­corrió a métodos más rudimentarios para lograr su objetivo: esperó a que Yi dejara el arco a un lado para recoger un pájaro que había abatido, se abalanzó sobre él y lo apo­rreó hasta la muerte con la varilla de ma­dera de melocotón que utilizaba para lle­var las presas a casa.

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Huangdi y xing tian

La autoridad de Huangdi, el Emperador Amarillo, se vio cuestio-nada en multitud de ocasiones. En una de ellas, un enorme gigante llamado Xing Tian apareció en el sur con la decisión de derrocar al soberano. Los dos entablaron una lucha de titanes que comenzó en el cielo y acabó en la montaña de Changyang.

Cuando se dirigía hacia el norte para enfrentarse con Huangdi en el cielo, Xing Tian temblaba de furia, ya que era un antiguo enemigo del Em­perador Amarillo. El gigante se enfrentó a cada uno de los guardias hasta encontrarse frente a frente con Huangdi. Entonces, con un enorme desprecio, lo retó a luchar. El emperador se levantó en busca de su mejor espada y se enta­bló una cruenta lucha, en la que los dos guerreros pusieron a prueba su fuerza al máximo.
Sin darse cuenta, habían dejado el cielo atrás y se diri­gían por las laderas de la montaña de Changyang, situada al oeste de China. Allí, Huangdi vio su oportunidad y, de un solo golpe, le cortó la cabeza al gigante, que cayó con gran estrépito al suelo desde la parte superior de su descomunal cuerpo, ha­ciendo que las montañas temblaran. Sin embargo, Xing Tian no cayó, pues el golpe no logró matarlo: el hecho de que lo de­capitara le privaba de la visión, pero seguía teniendo fuerza para continuar la lucha.
El gigante se puso en cuclillas para buscar su cabeza y, mientras sus enormes manos se movían a tientas de un lado a otro, iban destruyendo arrecifes y bosques completos a su paso. Mientras tanto, el emperador, que había visto dónde había caí­do la cabeza, abrió un hueco en la montaña adyacente, de modo que rodara hasta introducirse en la grieta. Luego selló la mon­taña y la cabeza del gigante quedó cubierta de rocas.

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Fuxi y la escalera celestial

De acuerdo con un relato de la vida del héroe Fuxi, éste era hijo de una campesina y del dios del trueno. Gozaba de una naturaleza divina y podía viajar entre la tierra y el cielo.

La región mítica de Huaxu era un paraíso terrenal en el que la gente vivía hasta una edad muy avanzada. Allí se llevaba una vida despreocupada sin temor a los incendios ni a las crecidas de los ríos, y se podían seguir los sen­deros invisibles del cielo como si de caminos normales se tratara. Un día, una doncella de esta región se encontraba paseando por los humedales de Leize cuando se encontró con las enormes huellas de un gigante. Movida por la curiosidad, se colo­có sobre una de las huellas y descubrió que pertenecían al dios del trueno. En ese preci­so instante, sintió un extraño calor en su vientre y, más tarde, descubrió que estaba embarazada. Al término de la gestación dio a luz un bebé de aspecto sano, a quien puso el nombre de Fuxi.
El pequeño nació con la naturaleza y los atributos de un dios, y podía moverse libremente entre la tierra y el cielo a través del árbol de Jianmu, que crecía en el centro de la llanura de Duguang, en el suroeste de China. Tenía unas raíces muy largas y en­revesadas, pero el tronco, en cambio, crecía recto y sin rama alguna durante varios kilómetros seguidos. Ningún mortal podía trepar por él, pues la cor-teza era muy lisa y tan sólo en su parte más alta, muy por encima de la tierra, había una copa con mul­titud de ramas.
Se decía que la llanura de Duguang, donde crecía el árbol Jianmu, se hallaba en el centro mismo de la Tierra y era un paraíso auténtico donde las plantas nunca per­dían las hojas y en el que habitaban un sinfín de especies de animales diferentes.
Fuxi, en su continuo ir y venir entre el cielo y la tierra, enseñó a los mortales gran cantidad de cosas maravillosas, entre ellas cómo hacer fuego frotando varios pali­tos de madera y cómo utilizarlo para cocinar. Por otro lado, creó un instrumento de cuerda y enseñó a los seres humanos el arte de la música. Por último, elaboró una red con la que cazar y pescar inspirándose en la intrincada, pero eficaz, telaraña.

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El sadico zhou xin

De acuerdo con una visión moralizante de la historia de China, las dinastías llegaban a su fin debido a las malas prácticas de sus gobernantes. Dado que los reyes sabios fomentaban el bienestar de sus súbditos, las tretas de Zhou Xin provocaron que fuese el último emperador de la dinastía Shang.

Se decía de Zhou Xin que tenía una mente ágil y cu­riosa, aunque lo cierto es que satisfacía su curiosidad de una forma extremadamente perversa. A juzgar por las leyendas que nos han llegado, sentía un par­ticular interés por el funcionamiento del cuerpo humano, lo que le llevó a realizar experimentos horrorosos. En una oca­sión, vio cómo unos campesinos caminaban por una corriente en pleno invierno y les cortó las piernas para estudiar los efec­tos del frío en la médula.
Cuando su tío, el príncipe Bi Gan, le echó en cara seme­jante comporta-miento, le contestó:
-Dices que eres un sabio Y he oído que los sabios tienen siete aperturas en el corazón. Acto seguido, ordenó que lo abrie­ran en canal para comprobar si dicha afirmación era cierta.

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El ridiculo dan zhu

El Emperador Yao, el primero de los reyes sabios de China, optó por no ceder el trono a su hijo Dan Zhu, quien, durante las generaciones siguientes, se convirtió en el arquetipo del heredero irresponsable, indigno de heredar un cargo de tan alta responsabilidad.

El egoísmo e insensibilidad de Dan Zhu no conocía fronteras. Le encantaba salir en barco, incluso cuan­do la sequía asolaba su reino, lo que obligaba a sus siervos a tripular la embarcación por las agostadas riberas de los ríos. Cuando su padre le enseñó a jugar al ajedrez para mantenerlo ocupado de modo que no causara ningún daño, optó por jugar de la forma más ex­travagante que se pueda imaginar, colo­cando una planicie completa sobre un patrón de arboledas y espacios abiertos a modo de tablero de ajedrez, y utilizando rinocerontes y elefantes vivos a modo de las treinta y dos piezas.
Con el tiempo, sus excesos llega­ron a tal extremo que el emperador deci­dió desterrarlo al lejano sur, donde hizo que las tribus de la frontera se rebelaran. Sin embargo, no tenía talento como líder militar, y, muy pronto, tanto él como sus nombres tuvieron que huir para salvar sus vidas de los ejércitos del emperador. Cuando llegaron al mar, Dan Zhu, com­pletamente desesperado, se suicidó arro­jándose a las aguas. No obstante, no fue éste su final, ya que su espíritu adoptó la apariencia de un pájaro llamado zhu, que tenía forma de búho y manos humanas.
Con el paso del tiempo, aparecía sólo en las tierras que se encontraban mal gobernadas, lo que indicaba, con comple­ta seguridad, que los altos funcionarios de éstas estaban a pun­to de ser destituidos.

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El reino de los pájaros

A la madre del dios Shao Hao, una hermosa hada llamada Huang, le encantaba visitar la gloriosa y celestial morera que se alzaba junto al mar del Oeste, donde un joven la esperaba: el lucero del alba. Se convirtieron en amantes y, a su debido tiempo, nació Shao Hao.

Éste se convirtió en un atractivo joven, con tales habilidades que su tío Huangdi le puso el nombre de Dios de los Cielos del Oeste.
Cuando estaba en la flor de su vida, viajó a las cinco montañas del paraíso del este e instauró un reino habitado sólo por pájaros. Como su soberano, adoptó la apa­riencia de un buitre y supervisó la enorme burocracia, con el ave fénix como canciller. Puso al halcón al mando de la ley y a la paloma la hizo responsable de la educación, mientras que los cambios de clima a lo largo de las cuatro estaciones fueron responsabilidad del faisán, la codorniz, el alcaudón y la golon-drina. Durante numerosos años, Shao Hao gober­nó el reino de los pájaros con gran sabiduría, pero al final volvió al oeste, aunque dejó a su hijo Chong a cargo de las aves. Junto a otro de sus hijos, Ru Shou, se estableció en la montaña de Chang-Liu y fue soberano de los cielos del oes­te. Padre e hijo se convirtieron en responsables de la puesta de sol.

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El monasterio evanescente

Un relato budista cuenta que un monje errante llamado Ban Gong se perdió en las colinas. Al ponerse el sol, oyó el sonido de una campana, que lo condujo a un monasterio. Mientras se aproximaba, un perro guardián comenzó a ladrarle, pero un monje lo invitó a pasar.

Una vez en el interior, el palacio parecía desierto. Ban Gong encontró una pequeña celda que te­nía una cama, y decidió pasar allí la noche.
Al cabo de un rato, le molestaron unas voces que procedían del vestíbulo principal y, al abrir la puerta para mi­rar, quedó atónito al ver que la sala se estaba llenando de monjes que entraban no por la puerta, sino a través de un orificio en el techo, desde el que se dejaban caer con la ligereza de una pluma.
Tras oír que alguien mencionaba el nombre de un maes­tro zen, Ban Gong intervino para decir que había estudiado bajo su tutela. En ese momento, el conjunto de espectros al completo desapareció junto con el edificio y el monje se volvió a quedar solo en la ladera de la montaña. Cuando por fin llegó a un monasterio, esta vez real, supo que no había sido el primero en encontrar aquel misterioso lugar evanescente, aunque para algunos la úni­ca prueba de su existencia era el doblar de las campanas.

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El mar derrota a jingwei

El sucesor de Fuxi, Shen Nong, tenía una hija favorita, Nüwa, una joven delicada y de cuello esbelto que compartía su nombre con la gran diosa madre. Sin embargo, se ahogó en un accidente y, tras su muerte, prometió vengarse del mar que le había arrebatado la vida.

A la hija de Shen Nong le en­cantaba remar por aguas pro­fundas, muy alejada de tierra firme, y observar cómo las aves marinas bajaban en pica­do a través de los fuertes vien­tos o pasaban rozando las olas. Pero, un día, una borrasca al­canzó su embarcación, la hizo caer del barco y se ahogó. Al ver que no regresaba, Shen Nong lloro desesperado; a pe­sar de su fuerza divina, no te­nía poder sobre la muerte, por lo que no pudo devolver la vida a su hija.
En cuanto a Nüwa, se sentía furiosa con el mar cruel que había acabado con su vida de manera tan prematura. Su alma adquirió la apariencia de un ave de pico blanco con una cabeza de intenso colorido y pa­tas de color rojo. Adoptó el nombre de Jingwei y parecía un cruce entre un cuervo y un búho. Hizo su nido en la montaña de Fajiu, situada en lo que hoy en día es la provincia de Shaanxi.
Desde Fajiu, voló hacia el mar del Este trans­portando un guijarro o una ramita en su blanco pico, que dejó caer cuida­dosamente en el agua. Más tarde, el espíritu de la chi­ca comentó a las olas que las rellenaría de madera y piedras y que convertiría al gran océano en un pan­tano para evitar que arre­batara la vida de más jóve­nes, pero el mar se burló de ella y le dijo que nunca podría lograr su objetivo.
Entonces Jingwei dio la espalda con desdén a la orgullosa agua, voló de vuelta a la montaña de Fajiu, agarró otra ramita y la dejo caer en el mar.
A partir de ese día, Jingwei no ha dejado de trabajar sin descanso desde entonces para rellenar el mar, pero, a pesar de sus titánicos esfuerzos, las olas siguen rompiendo en la orilla día tras día.

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El estupido dragon

Los dragones eran bestias poderosas, capaces de amontonar las nubes para provocar la lluvia o controlar las riadas. Sin embargo, en las leyendas aparecen como seres estúpidos. De hecho, una de ellas narra cómo un simple mono burló a un dragón marino con una misericordiosa misión.

Un día, un dragón que moraba en el océano vio que su esposa se encontraba indispuesta y, con la esperanza de que recuperara la salud, le pre­guntó si le apetecía comer algo. En un primer momento se negó a contestar, pero al poco tiempo, confesó que tenía el antojo del corazón de un mono.
El diligente marido se dirigió a la orilla, donde espió a un mono que se encontraba en la copa de un árbol. Para que bajara, le preguntó al simio si no estaba harto del bosque, y le ofreció llevarlo a través del océano a una tierra en la que las ra­mas de los árboles estaban rebosantes de frutos.
El mono se subió sin pénsarselo dos veces a lomos del dragón, pero se dio cuenta de que el dragón se sumergía en las profundidades del océano. Presa del pánico, preguntó hacia dón­de se dirigían, a lo que el dragón respondió, disculpándose, que necesitaba un corazón de mono para su esposa.
-¡Entonces tienes que volver a tierra firme! -gritó el mono desesperada-mente. ¡Me he dejado el corazón en las co­pas de los árboles!
Obediente, el estúpido dragón hizo lo que le pedía, así que volvió nadando a la orilla y dejó a su presa correteando en dirección a los árboles. Tras subir a toda prisa a la seguridad de las ramas más elevadas, y mientras observaba a su raptor que esperaba abajo en vano, pensó: «¡Qué simplón debe de ser ese dragón para tragarse una historia así!».

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El dios de los examenes

Una de las deidades más populares del panteón chino era Kui Xing, quien controlaba el éxito de los exámenes imperiales. Los candidatos solían guardar su imagen en casa, y, por toda China, millones de fieles ansiosos acudían a él durante los días de tensión previos a un examen.

Antes de ocupar su lugar entre los dioses, Kui Xing fue el estudiante más brillante de su tiempo, aunque, por desgracia, el aspecto físi­co no le acompañaba. Cuando se examinó a formar parte del servicio civil imperial, obtuvo las mejo­res notas. Era costumbre por aquel entonces que el mismo emperador entregara una rosa de oro a los estudiantes más destacados, pero el soberano, al ver el horrible rostro de Kui Xing, se negó a entregársela.
El joven se vino abajo y, consternado, intentó lanzarse al mar. Sin embargo, una extraña rosa salvaje, con un aspec­to similar a una tortuga, emergió de las aguas y lo puso a salvo. Más tarde, ascendió al cielo para residir en la constelación de la Osa Mayor.

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El devorador de demonios

Una leyenda que data de la dinastía Tang (618-907 d. C.) cuenta cómo un alma atormentada cumplía una deuda de gratitud hacia la familia imperial, protegiendo a sus miembros de otros espíritus más maléficos.

El emperador Ming Huang tenía fiebre y una noche un demonio lo atacó durante su agitado sueño. El diablillo iba maravillosamente ataviado con unos pantalones rojos y un único zapato. Tras irrumpir en palacio a través de una puerta de bambú, iba retozando por las cámaras oficiales tocando la flauta, sin mostrar el respe­to debido en tales precintos sagrados.
Furioso, el emperador le preguntó qué pensaba que estaba haciendo.
-Mi nombre -contestó- es Vacío y Desolación.
El soberano buscaba en vano a un guardián que se lo llev­ara cuando, de repente, una terrible aparición entró corriendo con una toga hecha jirones y un pañuelo roto. El recién llegado capturó al demonio, hizo una bola con él y se lo tragó.
Impresionado, el emperador le pregunto a quién debía agradecer semejante actuación, a lo que el espíritu contestó que su nombre era Zhong Kui, que había vicido en la provincia de Shaanxi durante el siglo anterior y que le habían privado injustamente de los honores que correspondían a los estudiantes destacados en los exámenes públicos. Contó también que, fu­rioso, se había suicidado a las puertas del palacio imperial, pero que, en lugar de tratar su cadáver con oprobio, como su com­portamiento había merecido, el emperador reinante había or­denado que fuera enterrado solemnemente con una toga verde, un honor por lo general reservado a los miembros de la familia imperial. En señal de gratitud, Zhong había prometido prote­ger para siempre a los sucesores del emperador de los demo­nios desesperados.
En ese momento, el soberano se despertó y ya no tenía fiebre. Más tarde explicó el sueño que había tenido a uno de los pintores de la corte, que realizó un retrato de Zhong Kui.

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El agradable zorro

Un astuto zorro le tendió una trampa bienintencionada a un granjero al que le gustaba el vino. En el terreno de la granja había un enorme montón de paja que se iba ahuecando a medida que se iban retirando los tallos para su uso.

La pícara bestia creó su guarida en el hueco y, a menudo, se detenía para char­lar con el granjero; para ello, adquirió la apariencia de un anciano con barba y bigote. En realidad, el granjero conocía su verdadera identidad, pero no le importaba.
Una tarde, el anciano invitó al granjero a su guarida, donde, para su sorpresa, se encontró con una hilera de habitaciones decoradas con gran esplendor. El agradable anciano le sirvió a su invitado un aromático té y un vino excepcional.
Durante las semanas siguientes, el granjero veía a menudo cómo el anciano se alejaba al anochecer y regresaba al amanecer. Movido por la curiosidad, le preguntó hacia dónde iba en sus viajes, y el anciano le contestó que iba a catar vinos con un ami­go. El granjero entonces pidió acompañar al anciano, quien en un principio se negó, pero al final acabó aceptando su compañía. Los dos partieron juntos y viajaron mági­camente al cielo de la noche, como si fueran conduci-dos por un poderoso viento.
Aterrizaron en una ciudad y se dirigieron a un restaurante atesta-do de gente. El anciano sentó al granjero en una galería elevada, se hizo invisible entre los comensales que había debajo y volvió con fantásticos vinos y manjares para su invitado. Cuando apareció un camarero con el postre, el granjero le preguntó al zorro si podía probarlo. El animal le contestó que no podría dirigirse al camarero, ya que se trataba de un hom­bre recto. El granjero quedó sorprendido al darse cuenta de cuán poco virtuoso se ha­bía vuelto desde que se codeaba con el animal, y se prometió a sí mismo que mejoraría.
Puede que darse cuenta de aquello le hiciera volver a la nor-malidad, ya que en ese instante tuvo la sensación de caer. Al poco, se despertó en el suelo del come­dor en lugar de en la galería, y observó que había estado sentado en una viga del techo. Contó su fascinante historia al resto de comensales, quienes como muestra de aprecio organizaron su viaje de regreso, ya que el restaurante estaba muy, lejos de su hogar.

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